lunes, 19 de mayo de 2008

CAPITULO 3

CAPÍTULO 3


Mucha gente se preguntará qué es lo que se siente cuando asesinas a alguien. No creo que nadie pueda responder a esa duda de una forma satisfactoria para todo el mundo, y mucho menos esa respuesta coincidiría con la que dieran todos los demás. Es algo distinto en cada persona, los sentimientos de unos a otros varían en todo. Hay miles de cosas que a mí me harían feliz ahora mismo, pero que, sin embargo, a mucha gente no le harían ni sonreír… Incluso hoy puedo sentir algo y mañana sentir lo contrario.

Me han preguntado muchas veces qué sentí al cometer cada asesinato… y yo creo que no podría encontrar un sentimiento común en cada uno de ellos… Alivio… Felicidad… Rabia… Incluso sorpresa por haber cometido tal crimen. Cada muerte a mis manos es un mundo, y hay un mundo detrás de todas. En varias ocasiones te miras las manos, una, otra, y otra vez. Intentas que te digan un por qué, por qué esa persona y no otra, por qué de esa forma y no de otra, pero jamás encuentras una respuesta en ellas, únicamente sangre, marcas, y, en ocasiones, el pulso de tu propio cuerpo recorriendo cada uno de tus dedos. Esas manos cometen los crímenes, no soy yo, mi mente o mi corazón, son ellas, ellas son las culpables de todo. Pero todos sabemos que unas manos no actúan solas porque sí, alguien las manda, alguien les dice qué hacer en cada momento. ¿Pero quién es ese alguien? ¿Qué es lo que te lleva a hacer lo que haces?

Cada vez que quitaba una vida me preguntaba por qué, pero no sabía responderme, y tampoco había en mí esa voz que escuchas algunas veces. Conciencia. Me sentía vacío, sin respuestas a mis preguntas, sin preguntas sin respuesta. Debía haber algo más, algo que me impulsara… pero no estaba, tan sólo lo veía antes, jamás después.

Vas andando por la calle… miras tu reloj, llevas bastante prisa, es de noche y no tienes permiso para estar tan tarde fuera. Escuchas voces de personas a lo lejos, se acercan, permanecen distantes, pero no las puedes ver a causa de la oscuridad que hay en esa calle sin apenas farolas. Oyes cómo los coches pasan casi rozándote, rápidos, sus conductores parecen huir de las pesadillas que encuentran entre sus sábanas. El miedo por lo que pueda asomar de la próxima esquina inunda tu cuerpo. Te paras, escuchas una respiración cerca. Eres tú, es tu propia respiración. Soy yo. Continué caminando a paso ligero. No recordaba cuándo me había sentido tan asustado como lo estaba aquella noche. Únicamente tenía ganas de volver, no quería seguir por allí, pero no conocía otro camino más corto hasta el orfanato. Un chico de tan solo trece años en aquel barrio lleno de gente escondida en portales, de borrachos que caminan de lado a lado de la calle, de personas durmiendo encima de bancos en plena calle con aquel frío tan intenso. Hacía horas que tendría que estar ya en la cama, pero me entretuve con aquellos chicos… Nadie sabía que estaba fuera, había fingido estar enfermo y dije que me iba a dormir pronto, pero me escapé sin que me vieran, y ahora tendría que volver a entrar del mismo modo, corriendo el riesgo de ser descubierto… pero no me importaba, lo único seguro que conocía en ese momento era el orfanato, así que me apresuré para llegar cuanto antes.

La noche contaba cómo pasaban sus minutos mientras a mí aún me quedaba un camino bastante largo para llegar a mi destino. Miraba hacia atrás a cada instante, quería asegurarme de que no me seguía nadie. Siempre nos habían dicho que no pasáramos por allí de noche, que no era un lugar recomendable, y aquel día descubrí a qué se referían. Vi a un pequeño grupo de personas que salían de un bar pequeño, tambaleándose de lado a lado. Se acercaban hacia a mí a pasos torpes. Yo no quería encontrarme cara a cara con ellos, por lo que crucé de acera y continué mi camino. Empezaba a hacer frío y veía que a ése paso no llegaría en mucho tiempo, así que empecé a correr. Mi carrera no era veloz, pero me sirvió para entrar un poco en calor y tener más confianza en mí. Conforme más corría más desaparecía el miedo de mi cuerpo, cosa que yo agradecía enormemente. Continué por aquella calle, intentando evitar los callejones ya que no tenían farolas y no sabía qué podía encontrarme.

De repente escuché como si alguien me siguiera. No le di importancia, seguí corriendo. Pasado un rato aún escuchaba aquellos pasos tras de mí. Sin parar de correr, me giré, pero no pude ver a nadie. El miedo volvía a invadirme por dentro. Corrí aún más rápido, pero esos pasos me seguían fuera lo deprisa que fuera. Me volvía pero allí no había nunca nadie. Al final no podía correr más, así que paré a descansar un poco. Miré a mi alrededor y me encontraba totalmente solo. Lo más probable era que me hubiera imaginado aquellos pasos debido al miedo que creía haber superado. Me calmé un poco y, cuando estaba ya recuperado, me dispuse a continuar mi camino al orfanato. Mi corazón ya no latía normalmente, se había acelerado considerablemente. Volví a escuchar aquellos pasos, pero ésta vez sí que estaba seguro de que me seguía alguien. No quería ir con el miedo en el cuerpo todo el trayecto, así que me di la vuelta a plantarle cara a quien fuera que estuviera allí detrás. Mi respiración se escuchaba entre cortada, el corazón latía más y más fuerte a cada instante.

Un hombre se acercaba hacia mí. Su aspecto no era nada amable y su aliento apestaba a alcohol. Me recordó a mi padre en sus últimos días, siempre oliendo a alcohol por todo el cuerpo, aquel olor que tanto me había atormentado cada noche, en cada pesadilla sobre lo ocurrido, sobre lo que había hecho. Muchas fueron las noches que pasé atormentado por todo aquello, pensé que jamás lo recordaría, pero esa noche reconocí aquel olor, y no pude evitar sentir rabia. El hombre se acercó tendiendo su mano en ademán de pedir dinero. Yo no llevaba nada encima, pero sabía para qué lo querría, para emborracharse más de lo que ya estaba. Aquel hombre no me daba miedo, sino asco, asco por lo que había hecho con su vida, por llegar al extremo de pedir dinero a un niño para beber hasta quedarse inconsciente en algún rincón de cualquier callejón sin luz. Quise, al principio, alejarme de él, pero algo en mi interior me hizo rechazar aquella idea, y me acerqué despacio, con apariencia amable. Le hablé como si fuéramos amigos, como si nos conociéramos de antes, y le dije que le daría dinero, pero donde no nos viera nadie, para que no lo vieran sospechoso. Lo conduje hacia un callejón cercano, poco iluminado y allí le dije que esperara un momento. Volví a la calle principal y, tras asegurarme que no había nadie cerca, me acerqué de nuevo a aquel hombre. Su mirada era extraña, sus ojos se clavaban en los míos mientras parecían pedir socorro para salir de aquella vida que llevaba. Tenía un aspecto cansado, como de no haber dormido en días. Le pedí que se sentara, y yo me senté a su lado. No podía dejar de mirarle, intentaba apartarme de él, pero no podía, aquel parecido con mi padre, más acusado en aquel instante que anteriormente, hacía que sintiera cierta simpatía por él. Había imaginado muchas cosas sobre él, imaginé que tendría una buena vida, pero todo se esfumó un día y, a partir de ahí, todo fue yendo a peor. Seguramente había perdido su trabajo y su casa, empezaría a beber a causa de la depresión que aquello trajo consigo. Me animé a preguntarle cómo había acabado así, de ese modo, y si tenía familia o alguien a quien cuidar y que le quisiera.

“Yo lo tenía todo – me comenzó a contar – una esposa increíble, dos niños pequeños preciosos, un trabajo estupendo… Pero un día la madre de mi mujer cayó muy enferma. Ella pasaba mucho tiempo en el hospital cuidándola y yo tenía que encargarme todo el día de los niños. A causa de eso, había de faltar al trabajo frecuentemente, cosa que no le importaba a mi jefe, hasta que un día comenzó a importarle – recuerdo que su voz intentaba ocultar su dolor, pero no lo conseguía – y me exigió no faltar más, acudir a todas las horas de mi trabajo. Intentaba compaginar las horas que echaba allí con los horarios de los niños, pero muchos días tenía que elegir entre el trabajo y ellos. La madre de mi mujer murió, y ella cayó en una profunda depresión, siempre habían estado muy unidas y no aceptaba la idea de que hubiera muerto. Ya no cuidaba de los niños, se pasaba el día en la habitación, no quería ni salir de allí. La llevé a un psicólogo, que me recomendó que pasara tiempo con ella, que la cuidara, por lo que tuve que ausentarme aún más en el trabajo. Al poco tiempo me despidieron, y ella entró aún más en depresión. Un día se quitó la vida, y todo fue empeorando más y más. Yo no tenía trabajo, las deudas comenzaban a amontonarse, los niños se pasaban el día peleándose y preguntando por su madre, y yo no sabía qué decirles. Un día el más pequeño se puso gravemente enfermo, los subí a los dos en el coche y conduje directo al hospital. Estaba lloviendo y apenas se veía la carretera, además era de noche y la visibilidad era ya casi nula. No vi aquel semáforo, que estaba en rojo… Un coche se cruzó y tuvimos un accidente… - empezó a llorar, apenas se le entendía lo que decía – yo me golpeé la cabeza y quedé inconsciente… no sé cuánto tiempo estuve así, pero recuerdo abrir los ojos… una luz… una luz… eso fue lo primero que vi, una luz… un bombero me alumbraba y me preguntaba si estaba bien… si iba solo en el coche o con alguien más… miré en el asiento de atrás, donde iban mis hijos… aquellos no eran mis hijos… sus cuerpos estaban completamente llenos de sangre… no podían ser mis hijos, mis hijos no podían morir, no en aquel instante… intenté salir, pero tenía el cuerpo atrapado y apenas siquiera podía moverme… Extendí el brazo lo más que pude y los toqué… ninguno se movía…. Ninguno… Permanecían en el asiento, con el cinturón… pero no respondían, había sangre por todas partes… Empecé a ver borroso y me desmayé.

“Desperté ya en el hospital. Miré a mi alrededor, pero estaba solo, en una cama, con sábanas limpias y un montón de aparatos conectados a mi cuerpo… Pulsé el botón para llamar a la enfermera, que no tardó en venir. Llamó al médico y éste me dijo que me había desmayado debido a que había perdido demasiada sangre a través de mis heridas. Pregunté por mis hijos. Su cara cambió bastante de un momento a otro… Me informó de que el más pequeño había muerto al instante, que no había sufrido, pero el mayor aún vivía. Tenía varias heridas internas, le habían operado dos veces y aún quedaban intervenciones por hacerle. Continué tumbado en mi cama un tiempo, hasta recuperarme lo suficiente como para que me dejaran ir a ver a mi hijo. A los tres días al fin me llevaron junto a él. Estaba conectado a un respirador, parecía dormido, pero estaba en coma. Pasé varios días sin salir de su habitación. El primer día que salí fue para ir a casa a ducharme, el personal del hospital casi me obligó a ello, de todas formas el estar ahí no iba a hacer que se despertara antes. Según pasaban los días salía más de aquella habitación, iba a comer al bar que estaba en frente del hospital. Poco a poco comencé a beber, no aguantaba ver a mi hijo así, no quería que muriera, pero tampoco podía hacer nada por él. Hace dos años que no voy al hospital a verle. Sé que no ha muerto porque me habrían avisado… No quiero ir así, borracho, a verle, no quiero que despierte y vea en lo que me he convertido… Pero tampoco tengo valor para dejar de beber, y mucho menos valor para ir a visitarle algún día, para hablarle como hacía al principio…”

Empezó a llorar y ya no paró en mucho tiempo. Yo continué a su lado, sin comprender por qué, pero no quería irme de allí. Aquel hombre, que al principio me hizo sentir furioso, ahora me daba pena. Me quedé callado, no sabía qué decirle, así que simplemente estuve allí. Cuando al fin dejó de llorar me pidió que le ayudara, que por favor le ayudara a salir de todo eso, quería acabar con todo y empezar de nuevo. Finalmente, y tras mucha insistencia por parte de ese hombre, accedí a ayudarlo.

De vuelta al orfanato fui reflexionando. ¿Por qué mi padre no me había pedido ayuda? ¿Acaso pensó que no me daba cuenta de que todos los días volvía borracho a casa? No sé si habría ayudado a mi padre a salir de todo ese mundo, tal vez no. Me sentía mal por pensarlo, pero era distinto, mi padre me había hecho daño, y ese hombre me pidió ayuda. Ahora pienso que a lo mejor debí haber ayudado a mi padre antes que haberme enfadado con él, puede que mi padre no se diera cuenta del daño que me estaba haciendo cada vez que bebía, del daño que nos hacía a mi madre y a mí, incluso el daño que se hacía a sí mismo. Me empecé a sentir culpable, mi padre había necesitado ayuda y yo no se la di… pero no iba a cometer el mismo error una segunda vez, ayudaría a aquel hombre a conducir su vida por el buen camino, a buscar un trabajo y a superar su miedo a visitar a su hijo. Eso era lo mejor que se me había ocurrido en muchos años, en los que únicamente sentía rabia por dentro. Ya había superado aquello que me atormentaba, eso que me hacía ser como era… Iba a cambiar, y quería empezar por ahí.

Llegué al fin al orfanato. Era bastante tarde, pero tenía que ingeniármelas para entrar en la habitación y acostarme sin despertar a nadie. Me colé dentro, al patio, quería hacer el mismo camino que había recorrido cuando salí de allí. Caminé silenciosamente atravesando el gran patio hasta que alcancé un árbol próximo a mi ventana. Comencé a escalarlo. Había estado lloviendo desde que me marché, así que escurría bastante y era muy difícil subir por él. Desistí y bajé del árbol, tenía que encontrar otra forma de entrar, pero aún no sabía cómo lo haría. Siempre había alguien por los pasillos vigilando por si se levantaba algún niño, todo estaría a oscuras y encender una luz sería una prueba instantánea de que había alguien que no dormía. Inspeccioné todas las ventanas por si podía acceder a cualquiera de ellas de alguna forma, pero no parecía que eso fuera posible. Al fin, tras un rato de buscar por dónde pasar, vi una ventana del segundo piso entreabierta. Con paciencia y cuidado apoyé un pie en una papelera cercana a la ventana. Desde ahí pude alcanzar la ventana del primer piso. Me agarré a las rejas fuerte para no caerme, y coloqué un pie más arriba, con el propósito de alzar lo suficiente el cuerpo como para poder agarrarme a la ventana por la que pretendía pasar. Me llevó tres intentos lograrlo, pero una vez agarrado, me impulsé con fuerza y subí hasta la ventana. Esta no disponía de rejas, ya que sólo tenían las del primer piso. Abrí del todo la ventana y me colé por ella. A pesar de lo oscuro que estaba todo, logré adivinar dónde estaba: en la biblioteca. Procurando no chocar con nada para no hacer ruido, caminé hacia la puerta. La abrí un poco, lo suficiente para ver que no había nadie por el pasillo. Desde ahí podía ver la puerta de mi habitación, el camino estaba totalmente despejado. Salí de la biblioteca, cerrando la puerta despacio, y, sin mirar a ninguna parte, fui directo a mi habitación. Cuando ya tenía agarrado con la mano el pomo de la puerta, alguien me enfocó con una linterna y me dijo que me girara. No sabía si girarme y que me reconociera, o entrar a la habitación, tumbarme en mi cama, y fingir que llevaba durmiendo allí toda la noche. Finalmente decidí girarme. Vi que era una de las tutoras quien me alumbraba con la linterna. Me preguntó qué estaba haciendo allí a esas horas, y yo le mentí, le dije que acababa de levantarme que iba a por un vaso de agua, pero no me creyó, alegó que llevaba ropa de calle y ningún vaso en la mano. Me mandó que me fuera a dormir, y al día siguiente tenía que ir a su despacho.

La noche se me pasó muy corta, probablemente porque estaba acostumbrado a acostarme mucho antes y dormir mucho más. Sonó el despertador y ni tan siquiera lo escuché, fueron mis compañeros los que me despertaron. Me costó levantarme, pero al final lo hice. Aún llevaba la ropa del día anterior, había llegado tan tarde y tan cansado que directamente me acosté, sin ponerme el pijama. Cogí una toalla, ropa limpia, y me di una ducha. Tras ducharme seguía cansado y con sueño, tan sólo había logrado despejarme un poco. Bajé al comedor y me senté a desayunar. Tenía bastante hambre, así que llené mi bandeja de galletas, pasteles y cereales, así como dos cuencos de leche. Cuando ya estaba terminando el desayuno vi entrar a la tutora que me descubrió volviendo por la noche. Agaché la cabeza para que no me viera, tenía la esperanza de que se hubiera olvidado del asunto, sin embargo vino directa a mi mesa. Me recordó nuestra “cita” y se marchó a desayunar.

Un mes entero sin salir… intenté que fuera un poco más razonable, le dije incluso el buen propósito que tenía que ayudar a aquel hombre, pero no quiso escucharme, tan sólo me impuso el castigo y no dijo nada más. Recuerdo que me enfadé y pensé en gritarle por lo injusta que estaba siendo, pero me aguanté, callé y me fui a mi habitación, donde me senté en la cama y, cabreado, miré por la ventana. En ese momento comenzó a llover. La gente corría de un lado para otro a refugiarse de la lluvia, se metía en las tiendas o se tapaban con periódicos. Los pocos niños que jugaban en el patio se metieron dentro para no mojarse. Me puse a pensar en el hombre que conocí la noche anterior… ¿Habría vuelto a su casa? ¿Estaría bien? ¿O acaso estaba aún en la calle y se estaba mojando? No podía dejar de pensar en ello… Ese hombre se había propuesto cambiar, y yo iba a ayudarle, fuera como fuera. Levanté de mi cama y fui hacia la puerta. Salí de la habitación y bajé hasta la entrada, pero alguien me puso la mano sobre el hombro en señal de que no saliera. Sin mirar quién era, ya supuse quién sería, así que me di la vuelta y subí a mi habitación de nuevo. Era injusto que, por una vez que me decidía a ayudar a alguien, no pudiera hacerlo… Quería salir de allí, no podían tenerme allí encerrado todo un mes… Era justo el único mes que teníamos de vacaciones hasta verano, no podía pasármelo entero allí metido.

Empecé a darle vueltas a todo lo ocurrido… era mi deber ayudar a ese hombre, se lo había prometido, pero no podía salir de allí… Tal vez pudiera mandarle algún mensaje a través de cualquier compañero del orfanato… pero no serviría, nadie querría acercarse a él… Durante aquel día intenté una y otra vez que me dejaran salir, pero no lo logré. A la noche no podía dormir pensando en él… pasaba el tiempo y no le estaba ayudando… El tic-tac del reloj que teníamos en la habitación no paraba de atormentarme y recordarme que el tiempo pasaba y yo seguía como al comienzo del día: sin respuesta a la pregunta de cómo ayudarlo en la distancia. El día siguiente lo pasé en el patio, esperaba que se acordara de dónde vivía yo y se pasara a buscarme, pero no fue. Al siguiente día tampoco, ni al próximo. Pasaba los días sentado junto a la verja del orfanato esperando a que viniera, pero por allí no pasaban nada más que hombres y mujeres que iban a hacer sus compras al supermercado que había cerca. No tenía noticias de nadie del exterior, únicamente lo que podía ver por televisión. Miraba las noticias por si acaso daban alguna de su hijo, recuperado milagrosamente del coma en el que se encontraba hacía ya dos años, pero tampoco ahí encontraba lo que quería escuchar. Días, más días… iba tachándolos en el calendario con la esperanza de que así pasaran más rápido, sin embargo mi método no daba resultado, cada día se me hacía eterno. No encontraba diversión ninguna, no jugaba con los otros chicos, comía sin ganas de comer, no dormía apenas… Tanto me descuidé que caí enfermo a pocos días de cumplir mi castigo por completo, lo que me tuvo 3 días más en cama aparte de los ya previstos…

Al fin pude salir, terminé el castigo y la enfermedad, y salí a la calle. Hacía sol, pero aún así hacía bastante frío. Me abrigué y salí a buscar a mi amigo. Volví a aquella calle donde nos vimos por primera vez, pero no estaba. Busqué en los alrededores, y seguía sin encontrarlo. Recordé la conversación que tuve con él, y recordé así el nombre del hospital donde se encontraba ingresado su hijo, así que me dirigí hacia allí. Llegué y me acerqué a la mujer que atendía en el mostrador. Me di cuenta de que no me había dicho su nombre, y no podía preguntar por él… Le expliqué mi historia a aquella mujer y me dijo que esperara un poco. Descolgó su teléfono y avisó para que bajara un médico. Éste me dijo que había estado al cargo de su hijo, que murió hará dos meses. Lo llamaron y, aunque les costó bastante localizarle porque había perdido la casa y no tenían otro número que no fuera el de allí, lo lograron localizar, le comentaron lo que había pasado con su hijo, pero jamás pasó por el hospital hasta hacía tres días, que fue a verle. Le volvieron a decir que su hijo había muerto y se fue. No sabían nada más de él. Salí del hospital y me senté en un banco de un parque cercano… ¿Por qué no me había dicho que su hijo había muerto? ¿Por qué no se acordaba de su muerte y fue a verlo tres días atrás? Seguramente no querría aceptar que había perdido toda la familia que tenía, y por eso se emborrachó más y más… ¿Dónde estaría ahora? Tenía que encontrarlo, no podía dejarlo solo después de recibir por segunda vez la noticia de la muerte de su hijo…

Pasé el resto del día mirando en los posibles sitios en los que podría encontrarlo, sin éxito en mi búsqueda. Decidí ir al río, solía ir mucho allí cuando no quería estar con nadie, me ayudaba a estar conmigo y mis pensamientos, tranquilo, sin nadie que me molestara. Caminando por la orilla vi a lo lejos a un hombre trajeado. Se le acercaron dos chicos más jóvenes que él y hablaron con él algo que no pude oír debido a lo lejos que estaba. De repente empezaron a pegarle a aquel hombre. Se agacharon, recogieron algo, y se marcharon corriendo. Me acerqué a donde había quedado el hombre tumbado, comprobé si aún vivía, pero estaba muerto. En el suelo había una cartera vacía, aquellos chicos le habían robado… Probablemente el hombre se negó a darles dinero y éstos decidieron pegarle una paliza, pero lo habían matado, por eso corrieron tan rápido, huyendo de allí. Le di la vuelta al cadáver para ver la cara de aquel hombre. Era el mismo hombre al que yo iba buscando. No podía estar muerto, tenía que vivir. Intenté reanimarlo, pero no sabía cómo. Al cabo de un rato desistí, había muerto y no podía hacer nada. Iba a acercarme a una cabina para llamar a la policía que viniera cuando vi que en la mano agarraba fuertemente un papel. Lo cogí y lo abrí:

“Para Ralph:

Hijo, sé hace dos meses que has muerto, sin embargo no quería aceptarlo y me negué a que fuera así de verdad. Desde que la abuela murió, todo fue cayendo en picado. Tu madre se quitó la vida, tu hermano murió por mi culpa, y tú también. No quería creerlo, por eso volví a pasar a buscarte hará dos días. Me dijeron que tu cadáver ya no estaba allí, por eso te escribo ésta carta. Mañana iré al río, justo debajo del puente, donde hay tortugas, tu lugar favorito, para hacer un pequeño homenaje para ti. Escribo éstas palabras para leértelas en voz alta, yo nunca he sido de improvisar algo que de verdad diga lo que siento, así que es mejor así. Hace cerca de un mes conocí a un chico, poco mayor que tú, que, sin saber por qué, se decidió a ayudarme a salir del bache en el que estaba metido. Tenía miedo de defraudarle, por eso el primer día no acudí a donde habíamos quedado. Tampoco fui el segundo día. El tercero sí que fui, pero él no estaba, supuse que se había cansado de esperar por alguien que no quería que le ayudaran. Fui al orfanato donde vivía y, a lo lejos, vi que miraba la calle, esperando que yo apareciera. Cada día seguí yendo, sin dejar que me viera, para comprobar si seguía allí. Día tras día estuvo allí esperando, pero yo no aparecía, tenía miedo de defraudarle también a él. Me busqué un trabajo y dejé de beber. Las cosas me van bastante bien ahora, y mañana, cuando termine tu pequeño homenaje, iré a verle, quiero mostrarle que, gracias a él, he logrado ser mejor persona y he superado todo aquello que no me creía capaz de superar. No sé, incluso puede que me plantee el adoptarle, aunque él no lo sabe aún, ha sido muy importante en mi vida, me ha ayudado como nunca nadie antes lo hizo.

Ahora cambiaría todo porque estuvierais todos aquí conmigo, pero ya os he perdido, no puedo hacer nada, sólo llevaros en el corazón, donde siempre me acompañaréis a todos los sitios a los que vaya. Espero que no me odiéis mucho por haberos hecho eso, pero me ha servido para darme cuenta de las cosas que he tenido, y jamás volveré a beber.

Fuiste un gran luchador, al contrario que yo, pero he aprendido de ti, he aprendido a luchar por vivir, y ahora ya tengo mi casa de nuevo, un trabajo y sonrío.

Te quiere mucho,
Papá.”

Había estado yendo a verme cada día, incluso quería adoptarme… Su vida había dado un cambio total a mejor, y todo había sido gracias a mí, jamás le pude agradecer que me dijera aquellas palabras que le había dicho a su hijo sobre mí, ya que no llegó a decírmelas en vida. Iba a celebrar un pequeño homenaje a su hijo y no había podido hacerlo. Le quité un anillo que llevaba en el dedo y llamé a la policía. Cuando llegaron recogieron el cadáver y me preguntaron quién había sido. Yo no supe qué decirles, no había visto a aquellos chicos de cerca como para reconocerlos, así que me dejaron marchar sin hacerme más preguntas.

Corrí debajo del puente del que hablaba en su carta a su hijo, lo reconocí fácilmente, ya que yo solía bajar mucho a ver las tortugas. Cogí un palo que encontré en el suelo y lo sostuve en la mano. Leí en voz alta la carta para Ralph, la enrollé en el palo y la sujeté con el anillo. Dije un “gracias” que apenas se escuchó un metro más lejos de donde yo estaba, dejé el palo con la carta y el anillo sobre el agua y me quedé contemplando cómo se lo llevaba la corriente, iría al lugar donde debían estar, iría con Ralph y su padre.

lunes, 12 de mayo de 2008

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 2


Volvía de clase en bicicleta. Era un caluroso día de mayo, yo tenía 7 años. En el camino paré en la panadería, como llevaba haciendo cada día desde hacía 3 meses, para comprar el pan que comeríamos con la comida. Recuerdo que me encantaba ir a clase en bici, me hacía sentir importante, ya que a todos los niños les llevaban sus padres en coche o iban andando. Además llevaba una bicicleta que era la envidia de todos los del colegio, era un modelo que aún no había salido al mercado, mi padre la consiguió porque tenía un amigo que trabajaba en su diseño, y se la dio para mí. El primer día que la llevé al colegio todos me miraban, varios chicos se acercaron a mí a preguntarme dónde podían conseguir una igual, a lo que yo contestaba muy orgulloso “es exclusiva, sólo la tengo yo, aún no salió a la venta”.

Al comienzo del sendero que conducía hasta mi casa, encontré una lagartija. Estaba encima de una piedra, quieta, para que yo no la viera. Frené la bici y bajé. Me aproximé hacia la piedra y con un gesto rápido agarré a la lagartija. Saqué de la mochila del colegio el escuche y la guardé allí, para que no se escapara. Monté en la bici y seguí hasta mi casa. Aparqué la bici en la entrada y subí a mi habitación a dejar la mochila. Me lavé las manos y comí junto a mi madre, ya que mi padre solía volver más tarde de trabajar. La relación con mi padre se había vuelto más distante desde hacía un tiempo. Le habían ascendido en el trabajo y ya no pasaba tanto tiempo en casa, ni siquiera se molestaba en preguntarme qué tal me había ido en el colegio cada día. Debido a eso mi madre y yo hablábamos mucho más, ella siempre estaba ahí, me preguntaba por las clases, mis supuestos amigos, me ayudaba con los deberes y veíamos películas juntos. Mi madre pasó a ser una gran amiga y un gran apoyo para mí.

Terminada la comida, ayudé a mi madre con los platos y, cuando ella subió a dormir un rato, yo me fui a mi habitación. Encima de la cama estaba la mochila del colegio. Saqué de ella el estuche, donde había guardado la lagartija, y la cogí. La agarraba fuertemente con mis manos, para que no escapara. Con paciencia puse su cola sobre la vía del tren que aún conservaba. Accioné el tren y éste comenzó a desplazarse por los raíles. Al llegar donde la cola de la lagartija, la cortó. Se movía de lado a lado, la lagartija se retorcía de dolor en mis manos, pero yo la sujetaba con fuerza, para que no escapara. La cola, al cabo de un rato, dejó de moverse. Ésta duró más tiempo que la de la anterior lagartija, incluso siendo como era mucho más pequeña. Me acerqué hacia el escritorio y del cajón saqué una bolsa de plástico. Metí en ella a la lagartija, y la cerré de tal forma que no entrara aire. Se movía buscando una salida, pero no la encontraba por más que mirara. Entonces empezó a chillar, se retorcía del dolor, no tenía aire que respirar. Sufría espasmos mientras moría. Yo, sin embargo, reía al ver su dolor. Entonces decidí abrir un poco la bolsa, para que le entrara aire. El dolor de la lagartija pareció disminuir por unos instantes, tanto que intentó salir de allí, pero no lo logró, cerré la bolsa de nuevo, y al poco tiempo volvía a chillar y retorcerse. Me encantaba sentir que tenía su vida en mis manos. Era un ser tan pequeño, tan insignificante… no había hecho nada, pero el destino había querido que me cruzara en su camino, y ahora su vida dependía de lo que yo me quisiera divertir. Ese sentimiento de poder invadía mi cuerpo cada vez más, me sentía increíblemente bien. Reía cada vez más mientras miraba cómo esa pequeña lagartija se moría asfixiada. La primera con la que hice aquello chillaba mucho más alto, o eso era lo que a mí me parecía, tal vez porque jamás había tenido el sufrimiento de alguien en mis manos. Las que continuaron a aquella ya ni me daban pena, era tan poderoso ese sentimiento de que pasara sólo lo que yo dijera… Podía dar la vida o la muerte, y sin tener a nadie que me juzgara a mí. Podía respirar el placer. Jamás podría sentir nadie ese sentimiento, tan fuerte, tan vivo dentro de mí. Al principio era sólo un cosquilleo que sentía por donde el estómago, pero más tarde fue haciéndose más y más grande, como si creciera en mí una bestia a la que no podía controlar. Empecé matando hormigas, moscas, cucarachas… y ahora lagartijas. Nadie me decía nada, nadie sabía nada, y mi sentimiento crecía más y más. No me conformaba sólo con matarlas, sino que tenía que ver cómo sufrían, cómo iban muriendo poco a poco. Eso me enseñó a ver cómo es la muerte en realidad, a tratarla… a saber cómo es el verdadero dolor, el dolor físico. Yo entonces pensaba que era el dolor más fuerte, más tarde descubrí que el dolor más fuerte es el del corazón, es la parte del cuerpo que más duele.

La voz de mi madre llegó desde el otro lado del pasillo, salí de mi habitación, tirando a la basura la lagartija muerta, y entré a ver qué quería. Me hizo sentarme a su lado. Su cara no era la que estaba acostumbrado a ver, sino que estaba diferente, se notaba que estaba muy cansada. Con miedo la cogí de la mano, sabía que fuera lo que fuera lo que me iba a decir, no era nada bueno.

- Billy, cariño, he de decir te algo. Sé que eres aún pequeño, pero también sé que eres ya un hombrecito y que entenderás lo que pasa. No puedo ocultarte más tiempo lo que me está pasando, no sería justo para nadie. Hace cinco meses me diagnosticaron cáncer de pulmón. Comencé a seguir un tratamiento que me mandó el médico, pero mi estado agravó aún más, en parte debido al humo del tabaco, por eso papá dejó de fumar, porque yo ya apenas podía seguir en casa y respirar bien. Me mandaron un tratamiento mucho más agresivo, y en teoría más fuerte, pero que no ha hecho tampoco nada. Ya no se puede hacer más por mí, Billy, no me queda mucho tiempo, y tampoco así lo quiero.
- ¿Por qué no quieres vivir más mamá? – le pregunté, ya que no lograba entender por qué alguien querría terminar con su vida de esa forma
- Porque no es fácil cariño. No vivo bien, apenas puedo respirar y cada día tengo más dolores. Sufro mucho, me duele estar sentada, depie, tumbada… Papá me tiene que ayudar a vestirme porque ya no me quedan fuerzas para hacerlo yo sola… Has de hacerte a la idea de que pronto tendrás que seguir sin mí.
- Pero yo no quiero, se tiene que poder hacer algo, hay muchas medicinas, tómate mi jarabe para la tos, a mí me funciona.
- No consiste en eso cariño, si fuera tan sencillo créeme que estaría mucho mejor. Pero hay veces que la vida se te acaba más pronto que tarde, y es inevitable. Tú sabes que yo te quiero mucho, y sólo dios sabe lo que yo he luchado cada día por estar mejor, por recuperarme. Me he cansado de luchar, así que, bueno… supongo que esta vez me tocaba a mí acabar aquí mi camino. No quiero que pienses que no te queremos, o que todo lo que quieres lo acabas perdiendo. Al contrario, has de ser fuerte, luchar por conservar y proteger todo aquello que quieres. Prométeme que vas a ser fuerte, y que te acordarás de mí todos los días de tu vida.
- Lo… lo… lo prometo – dije yo, aguantando ya las lágrimas tanto como podía – pero no me dejes solo mamá, por favor.

Mi madre comenzó a llorar. Era la primera vez que veía llorar de verdad a mi madre. Recuerdo aquella primera lágrima como si hubiera sido hace cinco minutos. Me dolió a mí más que a ella. ¿Cómo podía estar pasándole eso? Ella no podía morir, era mi madre, se suponía que iba a estar conmigo siempre. Y lo peor no era que ya no fuera a vivir más, sino que estaba sufriendo, pero ella no había chillado como esas lagartijas. Comprendí entonces que mi madre era la persona más valiente que yo había conocido jamás, era capaz de aguantar el mayor de los sufrimientos sin decir una sola palabra. Y todo eso lo había hecho por mí, porque me quería. Yo jamás había hecho nada por ella. ¿Era acaso un mal hijo?

Aquella noche no dormí nada, me pareció que las horas eran eternas. Durante la cena nadie dijo nada, mi padre vino cansado de trabajar y ni tan siquiera le dio un beso a mi madre, como solía hacer todos los días. Miraba el techo tumbado desde mi cama. Era imposible que no se pudiera hacer nada por ella, siempre se puede hacer algo, para eso están los médicos, para hacer todo lo posible por las personas, para curarlas y lograr que mueran de viejas. Ese médico no hizo todo lo que estaba en su mano. Dejó que mi madre muriera pudiendo hacer más por ella, al menos que no sufriera tanto como lo hizo. Recuerdo ver a mi madre llorando en la cocina, y simulando estar bien cuando hablaba conmigo. Cada día, cuando ella se iba a descansar después de comer, yo me tumbaba a su lado y la abrazaba, quería que supiera que yo estaba ahí, y que lo iba a estar siempre. Los días pasaban y mi madre cada vez estaba peor. Un día ya ni se levantó de la cama, no le quedaban fuerzas suficientes para eso. Yo pasaba con ella todo el tiempo que podía, le leía cuentos y le contaba lo que había hecho en clase. Me llegué a inventar incluso que tenía amigos, para que ella se sintiera orgullosa de mí. Quería que estuviera feliz pese a todo, también por eso sonreía siempre que estaba a su lado, y lloraba cuando ella no me miraba. Sabía que ella también lo hacía, y que sabía que yo hacía lo mismo, pero no hablábamos nunca de lo que estábamos sufriendo, intentábamos disimular y pasarlo bien, para recordar lo bueno y no lo malo. Mi padre cada vez estaba menos en casa, muchos días incluso volvía oliendo a alcohol.

Una noche llegó más tarde de lo habitual, venía del bar, no podía ni abrir la puerta de la casa. Yo estaba arriba, con mi madre, cuando él llegó. Bajé a saludarle, pero él se limitó a tocarme la cabeza y revolverme el pelo. Se fue directo a la ducha. Volví con mi madre, le di un beso, pero ella ni se inmutó. Estaba mucho más fría que de costumbre, así que me tumbé sobre su pecho, a escuchar el latido de su corazón, como me gustaba hacer desde que tengo conciencia, pero no oí nada. Era como si su corazón no funcionara, como si mi madre ya no estuviera allí. Empecé a llamarla, pero no me respondía, no se movía. Asustado me dirigí hacia el baño, para avisar a mi padre. Abrí la puerta y me lo encontré dormido en la bañera. Me acerqué a él y lo zarandeé hasta que me miró. Yo estaba llorando, le expliqué como pude que mamá no me respondía, que no escuchaba su corazón. Él se levantó a trompicones de la bañera, sin secarse ni nada corrió hacia la habitación. Cogió a mi madre en brazos bajó las escaleras. Yo corría detrás de él, no sabía dónde íbamos. Entró en el coche y colocó a mi madre en el asiento de detrás. Yo le tendí unos pantalones que le había cogido, se los puso, y subió en el coche. Yo monté a su lado, me puse el cinturón, y arrancó el coche. Conducía intentando enfocar qué era lo que estaba viendo. Iba demasiado borracho para ver nada. Yo le gritaba que parara, que llamara un taxi o una ambulancia, pero él no parecía oírme. Cada vez conducía peor, íbamos de lado a lado, yo lloraba, gritaba, pero él no me hacía caso. Entró en dirección contraria en una carretera, le dije que se quitara de ahí, que nos íbamos a estrellar, pero todo seguía igual. De repente comencé a ver las luces de los faros de los coches que venían en contra nuestra, mi padre dio un volantazo y acabamos contra un árbol.

El funeral de mi madre no fue ni bonito. Mi padre no habló conmigo desde el accidente, yo llevaba un brazo roto y la cara llena de heridas. No vino nadie que yo conociera, y nadie lloraba. Yo lloré mucho, ¿por qué nadie lloraba? ¿Acaso no les importaba su muerte? El entierro de Mike fue mucho más bonito, vino menos gente, pero todos demostramos respeto. Mi padre fue al funeral de mi madre totalmente borracho, ni se levantó de la silla en toda la ceremonia. La gente decía que se le notaba deprimido, pero yo sabía que estaba borracho, y se sentía culpable por lo que había pasado. Yo le creía culpable. Si hubiera llamado a una ambulancia la habrían salvado, hubieran llegado lo suficientemente pronto como para curarla, pero no, quiso conducir borracho hacia el hospital. No hizo nada por salvarla, ¿era eso todo lo que la quería? Los días antes de su muerte tan sólo aparecía por casa para ducharse y dormir, nunca venía a cuidarla, de todo me tuve que encargar yo. Y ahora todo el mundo le compadecía, él era otra víctima más… No sé si mis padres se empezaron a distanciar antes de saber lo de que mi madre estaba enferma o ya sabiéndolo, pero yo sé que mi padre dejaba de prestarnos atención para preocuparse más por su trabajo, después por la bebida,… Gran parte del dinero que ganaba iba destinado a la educación de las hijas del dueño del bar. Para nosotros había sólo lo justo para no morir de hambre. ¿Por qué? Yo creo que no pudo con todo y se rindió. Mi madre no lo merecía, ella luchó durante mucho tiempo y él, sin embargo, pasó de todo.

Aquel día del entierro recuerdo que llovió, llegué a casa empapado, así que me quité la ropa y me metí en la bañera. Decidí tomármelo con calma, no quería ver a mi padre en un rato, no podía estar junto a él sabiendo que mi madre podría estar viva y no lo estaba. Escuché cómo mi padre, en la planta de abajo, preparaba algo de cenar. Seguramente sería algo de pasta, parecía que era lo único que él sabía hacer de comida. Mientras me bañaba miraba las burbujas que el jabón hacía sobre el agua… Tan ligeras como para no hundirse hasta el fondo. Intentaba atraparlas, pero siempre se escabullían entre mis dedos. Aunque intentara moldearlas para que tuvieran una forma, no podía, ya que resbalaban unas sobre otras, era imposible. Yo, por un momento, me quedé tan sólo escuchando el silencio. En casa nunca había silencio hasta aquel día, mi madre solía tener siempre música puesta, y a mí me gustaba, el silencio me hacía parecer solo en el mundo, lo odiaba. Comencé a tararear una canción que siempre me cantaba mi madre cuando tenía pesadillas, la inventó ella especialmente para mí, me gustaba que la cantara, muchas veces incluso, la cantábamos juntos. Siempre recordaría aquella canción. Tarareando pasé el resto del baño, hasta que me salí de la bañera y me puse el pijama. El espejo de encima del lavabo estaba totalmente empañado. Alcancé el pequeño taburete blanco de plástico que teníamos en un rincón y que yo usaba para poder verme en el espejo, y lo arrimé el lavabo. Me subí encima de él y me miré. Caían algunas gotas justo por donde yo me reflejaba, mi cara se veía desfigurada, fea. Después parecía que llorara, pero descubrí que de verdad estaba llorando. Pasé la mano por el espejo para limpiarlo y me peiné. Me lavé la cara, no quería que mi padre me viera llorando, siempre decía que llorar era de débiles, aunque yo no opinaba eso, mamá me dijo muchas veces que llorar era lo más valiente que podía hacer nunca un hombre. Escuché la voz de mi padre que me llamaba para cenar. Salí del baño tomándome mi tiempo, no tenía mucha hambre ni ganas de comer nada. El pasillo estaba totalmente a oscuras, y la planta de abajo parecía estar igual. Busqué a tientas el interruptor y encendí la luz. Bajé lentamente cada uno de los escalones que separaban ambos pisos de la casa. Al llegar abajo dudé entre dejar encendida la luz o apagarla, pero decidí dejarla así, por lo menos daba la impresión de que en aquella casa vivía alguien. Me acerqué a la cocina, donde me esperaba mi padre sentado a la mesa. Ya había empezado a cenar. Me senté sin hacer apenas ruido y comencé a remover la cena de un lado a otro del plato, no quería comer. Lo único que hacía era marear la comida aún más. Mi padre se dio cuenta de aquello y me instó a comer, pero no le hice caso. Siguió comiendo, no me miraba, únicamente levantaba la cabeza del plato para mirar el mío, a ver si había comido algo, pero yo no quería comer nada. Cuando terminó su plato continuó sentado sin moverse, se dedicaba a mirar cómo movía la comida de un lado a otro de mi plato. De repente se levantó, cogió mi plato y me lo arrimó a la cara.

- ¿Te vas a comer esto?
- No
- Pues vete a la cama, en mi casa no se está con tonterías.

Acto seguido arrojó mi plato al suelo y me dio una bofetada en la cara. Yo lo miré con orgullo, me había dolido, pero no quería que él supiera que me había hecho daño, así que me mordí el labio para no llorar. Me levanté de la silla y me fui a mi habitación, dejándolo a él en la cocina, solo, con la mano aún levantada. Me tiré encima de la cama y empecé a llorar. No sabía por qué lloraba, si era por la bofetada, por lo que representaba aquella bofetada, o aún por mi madre, únicamente lloraba y lloraba, me dolía todo. Mi propio padre me había pegado. Jamás me había levantado la mano y, sin hacer nada, me pegó. ¿Sería él quien lo hizo o sería el alcohol? Ya ni pensaba en eso, únicamente pensaba en la rabia que tenía dentro de mí. Aquel hombre no era mi padre. Mi padre siempre había sido bueno conmigo, jugábamos juntos y nos reíamos mucho. ¿Qué le transformó en aquella persona? Pasé horas llorando sobre mi almohada. Cuando ya no podía llorar más, alcé la vista. Era bastante tarde. Tenía hambre y decidí bajar a por algo de comer. Quise pasar inadvertido, así que no encendí la luz, bajé a oscuras procurando hacer el mínimo ruido posible. Conforme iba llegando abajo pude ver cómo había luz aún en la cocina, supuse que mi padre seguía allí, que no había abandonado aquel lugar en todo el rato en el que yo estuve en mi habitación. Me aproximé a la cocina y me asomé a ver qué hacía. Me encontré a mi padre totalmente borracho, sujetando aún la botella con la mano, pero casi inconsciente encima de la mesa. En el suelo aún estaba el plato roto con la comida repartida por la mitad de la cocina. La salsa de tomate se había resecado y ahora estaba pegajoso al pisar. Pasé casi sin mirarle hasta la nevera, cogí un poco de leche, alcancé de un armario unas galletas, y me dispuse a salir de la cocina, cuando mi padre me dijo que no me fuera, que le dolía la cabeza, que le diera por favor algo para que se le pasara. Dudé un poco si hacer lo que me había dicho o no, pero finalmente dejé el vaso con la leche y las galletas sobre la mesa y subí hasta el baño, donde guardábamos los medicamentos. Busqué algo que le pudiera servir, pero no sabía para qué servían todas esas medicinas. Había bastantes botes con pastillas, la mayoría de mi madre, de cuando aún vivía y se tomaba todo aquello para poder vivir. Por un momento dejé de buscar algo para mi padre y me puse a observar con atención la cantidad enorme de botes que teníamos allí. Todo aquello lo tenía que tomar mi madre para sufrir menos o incluso intentar curarse de algo que ya sabía que la mataría. Eran muchos botes, cada uno diferente… era imposible que nadie supiera para qué servían todas aquellas pastillas, y era también imposible que alguien recordara en qué preciso instante del día había de tomarlas. Llevaba un esfuerzo enorme recordarlo todo, mi madre había luchado más de lo que yo pensaba, se había estado medicando durante mucho tiempo para luchar contra algo que la estaba matando, y que al final no sirvió para nada. ¿Para qué tanto esfuerzo entonces? Pasé la mano por cada uno de los botes, acariciarlos era como acariciar cada una de las horas, de los días, que mi madre había estado enferma, sufriendo. Pero ya no estaba, ya no iba a estar nunca más. Tenía que concienciarme que jamás la iba a ver en la cocina cuando volviera del colegio, no iba a sentir más sus besos, no podría abrazarla nunca por última vez sabiendo que iba a ser la última. No había tenido ni tiempo para despedirme de ella, todo acabó en un parpadeo. En un momento estaba viva… y al siguiente ya no respondía cuando la llamaba… ¿Cómo podría nadie superar aquello? Yo luché con ella cada día desde que supe lo que le pasaba, pero luchábamos solamente nosotros dos, nadie pasó siquiera a mostrarnos su apoyo. Los dos sabíamos que llegaría el día en que ella muriera, pero no nos habíamos preparado para saber cómo vivir sin ella a mi lado. No sabía hacer nada, tan sólo tenía 7 años, no era justo que de la noche a la mañana tuviera que encargarme de mí mismo, incluso encargarme de mi padre. Miré al espejo, me veía borroso, pero se debía a las lágrimas que se acumulaban en mis ojos al pensar en mi madre. Cogí un bote de pastillas y volví abajo, a la cocina. Mi padre levantó la cabeza y me miró. Nos miramos a los ojos durante un instante en el que sentí pena por él. Extendí el brazo hacia mi padre, tendiéndole el bote lleno de pastillas a la mitad. Lo cogió al segundo intento y probó a abrirlo, pero no pudo, así que me pidió que se lo abriera y le diera una pastilla. “No papá, una no te hará efecto, has de tomar todas las que quedan” le dije, y le metí el resto de las pastillas en la boca. Me quedé mirándole mientras las intentaba tragar, las masticaba y las mezclaba con el alcohol que aún quedaba en la botella que agarraba con fuerza. Sentía cómo la rabia se apoderaba de mi cuerpo, empecé a reír, y mi padre me miraba sin saber por qué reía. Me quitó el bote de la mano como pudo, y lo sostuvo en la mano que aún le quedaba libre. Miró el bote, pero no parecía reconocer de qué pastillas se trataba. No tardó mucho tiempo en llevarse las manos al estómago, hasta que cayó al suelo, con la botella en una mano y el bote vacío en la otra. Comenzó a gritar, le dolía mucho, se tiró lo poco que ya quedaba en la botella encima, apestaba alcohol antes incluso de que aquello pasara. Con ambos brazos presionando sobre su estómago me buscó con la mirada. Yo le miraba, y él me pedía ayuda, “llama a una ambulancia Billy, me encuentro muy mal… por favor Billy…”, pero yo únicamente le miraba, miraba cómo se retorcía de dolor, como aquellas lagartijas a las que me gustaba torturar. Por mi cabeza pasó aquella canción que mi madre me solía cantar, la misma que recordé durante mi baño, y me puse a tararearla, me pareció una buena banda sonora para aquel momento, tan doloroso para unos y tan satisfactorio para otros. Ya no oía los gritos de mi padre, tan sólo podía escuchar aquella canción sonando dentro de mi cabeza. Al igual que con las lagartijas, su vida ahora dependía de si yo quería volver a abrir la bolsa o dejarla cerrada para siempre.

El médico salió a hablar conmigo. Yo estaba sentado junto a un agente de policía, el primero que había llegado a casa después de que yo llamara, ya cuando mi padre no respondía al dolor. Comía un helado mientras él me decía que no me preocupara, que mi padre se pondría bien, que únicamente había tomado unas pastillas que le habían sentado mal. Yo fingía estar asustado, pero en verdad estaba rabioso y aliviado a la vez. Podía saborear tranquilidad con cada mordisco de mi helado. Me levanté de la silla y el policía me cogió de la mano. El médico se acuclilló delante de mí y me comunicó que mi padre había muerto, que le hicieron un lavado de estómago, pero que ya era demasiado tarde. Entonces supe que aquel era el momento en el que debía bajar la cabeza y abrazar al agente que me acompañaba, así que dejé caer mi helado y lo hice. El hombre me cogió en brazos y dejó que le llorara en el hombro.

Volví a mi casa tan sólo un día, el que sería el último día que pasaría por allí, el último día antes de ir por el resto de mi adolescencia a un orfanato a esperar que alguna familia se apiadara de aquel pobre niño al que su madre se le murió muy enferma y su padre se suicidó al poco de la muerte de su esposa, poniendo fin a una depresión que acarreaba desde hacía ya meses.

domingo, 11 de mayo de 2008

CAPITULO 1

CAPÍTULO 1

Un paso. Otro. Otro más. Da igual que camine a pasos grandes o pasos pequeños, es mi hora, tenía que llegar, ha llegado y alcanzaré mi destino pese a todo. Me llamo Billy Stevens, y voy camino de mi muerte.

Si me paro a pensar en cómo he llegado a donde estoy, no sabría por dónde empezar… Tal vez nunca supe qué me llevó a ser como soy ahora, pero sí que me atrevería a señalar un comienzo de todo, el desencadenante de toda mi vida.

7 de Agosto, era el día de mi cuarto cumpleaños. Hacía un día estupendo, el sol brillaba y el calor no era tan acusado como los días anteriores. Mi madre entró en la habitación a las 9 de la mañana para despertarme, como llevaba haciendo cada año y seguiría haciendo hasta unos años después. Se acercó a mi cama, me besó en la frente y me despertó con un tierno ‘Felicidades’. Aún recuerdo cómo sonó aquél. Fue el más especial para mí, ya que ese día conseguí el mejor amigo que he tenido jamás, el único que jugó conmigo sin preguntarme a qué íbamos a jugar, el único que se divertía tanto como yo.

Abrí los ojos y abracé a mi madre, me gustaba hacerlo, su tacto era suave y siempre olía a su perfume, aquel perfume que inundaba su habitación cada mañana, ese inolvidable que llevas contigo a todas partes.

- Corre, baja a la cocina, tu padre te espera, y dice que hay algo para ti – me dijo, a la vez que me dejaba paso para que saliera.

Me levanté corriendo, tanto que aún siento el dolor en el dedo del pie del golpe que me di contra el pequeño tren eléctrico que monté junto a mi padre tan sólo 3 meses antes. Me encantaba ese tren. Tardamos en montarlo meses, pero al final valió la pena. Tenía su pequeña vía que recorría toda la habitación, puentes, estaciones, árboles pequeños que simulaban ser un bosque, incluso muñecos que colocamos en su interior para que parecieran pasajeros de verdad que saludaban al pasar por cada estación. Bajé las escaleras tan rápido como pude, me fui derecho a la cocina, donde me esperaba mi padre, de espaldas a la puerta. Al escuchar que me acercaba se giró, extendió sus brazos y salté hacia él. Después de aquel tierno abrazo y un beso por su parte, me dejó en el suelo.

- Mira Billy, aquí hay una caja que tiene tu nombre, ¿qué crees que puede ser?
- No lo sé papá, ¿lo abrimos?
- Es tuyo, ábrelo si quieres, pero con cuidado, escuché unos ruiditos antes…

Con cuidado me acerqué a la caja. La observé minuciosamente: tenía varios agujeros hechos, aparentemente, con unas tijeras. Fuera lo que fuera lo que había allí dentro, debía ser un animal, ya que esos agujeros estaban hechos de respiradero. Puse mis pequeñas manos sobre aquella caja y algo se movió en su interior, por lo que yo me asusté y aparté las manos. Miré a mi padre, que reía del miedo que yo tenía, entonces yo, concienzudo, me decidí a abrir la caja de una vez.

Al abrirla encontré una pequeña bola de pelo, en un rincón, que temblaba, seguramente del miedo. Yo golpeé un poco la caja, para ver si se movía, entonces se giró y se levantó un poquito. Aquel hámster me miraba como si fuera yo la primera persona a la que hubiera visto en su vida, aunque sabía que eso no podía ser así, alguien lo tuvo que meter en aquella diminuta cajita. Acerqué mi mano para tocarlo, pero se asustó y volvió a su rincón, asustándome yo también.

- No le tengas miedo Billy. Mira, no hace nada – dijo mi padre, a la vez que cogía al pequeño hámster con una de sus enormes manos. – Pon las manos hijo

Extendí ambas manos y mi padre me puso al roedor encima de ellas. Éste comenzó a corretear por ellas, y yo reía, me hacía cosquillas con su pelo y sus patitas. Era divertido. Me lo coloqué en una de las manos, sujetándolo bien para que no se cayera, y con la otra le acaricié la espalda. El hámster me miró y acto seguido me pasó su mejilla por la palma de la mano.

- Es un gesto de que le gustas. ¿Por qué no os subís a jugar a tu habitación?

Y eso fue lo que hice, agarré a mi pequeño amigo y subimos a mi habitación. Mi madre ya se había ido, estaba en su habitación haciendo la cama. Yo entré en la mía y cerré la puerta. Puse al hámster en el suelo y ambos nos miramos. Me gustaba, y yo le gustaba a él. No me había pasado eso con ninguna persona, existía ya una complicidad entre nosotros. Entonces me miró, y después miró al tren. Comprendí que quería subir a dar una vuelta. Lo puse de maquinista, y se asomó por una de las diminutas ventanas, parecía querer saludarme, así que yo le saludé y activé el tren. Éste comenzó a moverse, recorría toda la habitación de un lado a otro, paraba en las diferentes estaciones, atravesaba los puentes, los bosques,… Mi pequeño amigo continuaba asomado a la ventanita, no dejaba de mirarme, le gustaba jugar conmigo.

La puerta se abrió y pasó mi madre, otra vez su olor inundó mi nariz, la reconocería aunque me taparan los ojos y los oídos, era especial. Se sentó a mi lado y me agarró por el hombro, yo la abracé y ella me besó la cabeza. Nos quedamos un rato parados, mirando cómo el tren recorría la habitación con su nuevo maquinista. La luz del sol penetraba en la habitación por la ventana que mi madre abría cada mañana, bañaba cada rincón de la misma, y el tren dibujaba sombras a su paso. Era un buen día para jugar. Entonces paré el tren, y saqué al pequeño animal para enseñárselo a mi madre.

- Mira mamá, es mi nuevo amigo
- Ya lo veo, veo que os lo pasáis bien. ¿Cómo se llama?

¿Llama? Nadie me había dicho que tenía que ponerle un nombre… ¿Cómo lo iba a llamar? Nunca había tenido que ponerle nombre a nada, no sabía la responsabilidad que era aquella decisión… tenía que ser un nombre que nos gustara a los dos, no podía llevar un nombre que no le gustara. Habría de pensarlo detenidamente. Mi madre se dio cuenta de aquello, por lo que se levantó y se marchó, dejando que pensara en un nombre, no sin antes recordarme que bajara pronto a desayunar. Miré al pequeñín, y él me miró a mí. Un nombre… Eso lo convertiría en alguien especial… ¿Qué nombre le podía poner? Se me venían a la cabeza muchos, pero ninguno era el nombre adecuado para mi nuevo amigo. Seguí pensando durante un rato bastante largo, tanto que escuché cómo mi padre me instaba a que bajara a desayunar hasta tres veces. Al final bajé, con mi amigo en la mano, siempre conmigo. Entré en la cocina, entendí los brazos mostrando al hámster.

- Mamá, papá, os presento a Mike.
- Encantado Mike. Venga, sentaros a desayunar, que ya es tarde – dijo mi madre.

Aquel era el mejor de los desayunos, siempre el desayuno de mi cumpleaños era especial, desayunaba tostadas con chocolate. Me encantaba desayunar aquello, era el único día del año en el que lo podía desayunar, normalmente solía desayunar leche con galletas, mi madre decía que era un buen desayuno y que me ayudaría a crecer fuerte y sano. Todas las madres dicen eso.

Terminado el desayuno volví a mi habitación, me quité el pijama y me puse mi ropa de jugar en la arena. Cogí a Mike y bajamos al parque. Yo vivía en las afueras del pueblo, por lo que había de ir en bici a todas partes. Aunque era pequeño mis padres siempre me dejaban ir solo, ya que había un pequeño sendero por el que los coches no podían ir, y que me dejaba al comienzo de las primeras casitas del pueblo. En el trayecto llevaba a mi amigo en una mochila, metido en una bola especial para él que me compraron mis padres junto al hámster, la jaula y la comida. Tardé más de lo normal en llegar, ya que iba con cuidado para que el viaje no asustara a Mike, era un poco miedica. Aparqué la bici y me metí en la arena con mi amigo. Yo lo miraba a través de la pequeña bola transparente, y él me miraba a mí. No sabíamos muy bien a qué jugar, estábamos los dos solos, y era la primera vez que íbamos al parque juntos. Entonces me subí al tobogán, agarré bien la bola, y me tiré por él, riendo a la vez. Al bajar miré que Mike estuviera bien, parecía estarlo, ya que me miraba con sus patitas pegadas a las paredes de la bola. Subí de nuevo, pero esta vez yo no me tiré, sino que lo dejé al borde y le dije que esperara. Me coloqué en el otro extremo del tobogán y le grité que ya podía tirarse. Al principio parecía dudar un poco, le daba miedo, pero al fin se decidió a lanzarse. La bola dio muchas vueltas, y Mike también. Lo recogí abajo, lo miré y parecía un poco mareado, por lo que me di cuenta de que el tobogán tal vez no fuera la mejor idea para jugar juntos.

Probamos los columpios, y aquella idea pareció gustarle más, hasta que subí demasiado alto y empezó a dar tumbos por la bola, no lograba quedarse depié. Bajé del columpio y nos sentamos, uno al lado del otro. ¿A qué podíamos jugar? No se me ocurría nada… Era un niño sin ideas para jugar. Me levanté para ver si así se me ocurría algo que hacer. Mike empezó a corretear hacia mí, me tocó en el pie, le miré, me miró, y comenzó a correr a toda prisa hacia otro lado. Yo salí detrás de él. Aunque no lo pareciera, me costaba alcanzarlo, era bastante rápido. Llegué junto a él, y lo cogí entre mis manos. Lo dejé en el suelo, y eché a correr en dirección contraria. Salió detrás de mí y me pilló muy pronto. Pasamos largo rato jugando al pilla-pilla, hasta que ambos estuvimos cansados. Miré en mis bolsillos y comprobé que llevaba dinero, así que cogí a Mike y la bici y nos fuimos a comprarnos un helado, ya empezaba a hacer calor. Me alcanzaba el dinero para tan sólo uno, por lo que Mike y yo tuvimos que compartirlo. La gente nos miraba raro, supongo que les resultaba extraño que un niño fuera amigo de un hámster, pero yo había visto a gente que compartía de todo con sus perros, así que tampoco entendía por qué conmigo eran así. Me daba igual, yo tenía al fin un amigo al que quería, y lo pasábamos bastante bien juntos, no me importaba lo que pensara la gente de nosotros.

El resto de día lo pasamos disfrutando de mi cumpleaños, en casa con mis padres y por la tarde en la playa. Nos hicimos muchas fotos para recordar aquel día. Era el principio de nuestra amistad, y el mejor día de mi vida, quería poder revivirlo siempre que quisiera.

Los días posteriores los pasábamos jugando a todas horas. A mis padres les gustaba que fuera así, nunca había tenido amigos, no me llevaba bien con los compañeros del colegio, y como vivíamos lejos del pueblo, no conocía a muchos niños con los que poder jugar y que quisieran venirse a casa alguna vez. Tampoco era algo que me importara mucho, esos chicos estaban siempre riéndose de los demás, no quería juntarme con nadie así. Supongo que por eso me llevé tan bien desde el primer momento con Mike, porque él no pensaba mal de mí, estaba ahí para jugar conmigo siempre y además podíamos compartir hasta los baños. Era divertido pasar los días junto a él.

Llegó el día de la vuelta al colegio. Mi padre me dijo que podía llevar a Mike si quería, pero que se lo dijera a la maestra para que supiera que compartiría las clases conmigo, y también que le dijera lo mucho que yo le quería. Entré a clase con Mike en su bola bajo del brazo. Me dirigí a mi mesa y me senté. Las miradas de todos mis compañeros me siguieron en mi camino. Yo decidí no mirar a nadie, saludé a quien me saludó y permanecí sentado en mi silla. Sentía que todos mis compañeros me miraban, pero yo estaba feliz con Mike. Desde su bola miraba todo alrededor, era un lugar extraño para él e intentaba examinarlo tanto como le era posible. El ver a tantos niños le era demasiado nuevo, en el verano habíamos estado bastante solos los dos. Yo le decía que estuviera tranquilo, que era normal que hubiera tantos niños, en el colegio iba a ver muchos, y que cada uno iba a ser distinto de los otros. Eso pareció tranquilizarlo, al menos un poco. Se giró y me miraba, creo incluso que me sonrió, pero no lo podría asegurar, pasó hace mucho tiempo.

La profesora entró y se colocó frente a la pizarra. Preguntó qué tal habíamos pasado el verano, y si alguien quería contar su historia de qué había hecho. Yo levanté la mano y me dijo que me levantara. Coloqué a Mike en el suelo y me dirigí al lado de la profesora. Mike me siguió. La profesora se sentó en su silla y me dejó hablar.

- He visto que hay algunos chicos nuevos, así que diré que soy Billy. Éste de aquí es mi nuevo amigo, Mike. Mis padres me lo regalaron por el día de mi cumpleaños y pronto nos hicimos muy amigos. A los dos nos gusta jugar en el parque, y es lo que hemos estado haciendo durante el verano. También hemos ido a la playa algunos días con mis padres. Fuimos al cine y a la piscina, montamos en bici y jugamos mucho con el tren que hicimos mi padre y yo y que tengo en mi habitación. Lo he traído hoy a clase para que todos le conozcáis.
- Muy bien Billy, veo que has tenido un verano entretenido y que has hecho amigos nuevos. ¿Alguien le quiere preguntar algo a Billy sobre sus vacaciones?
- ¿Le hablas a tu ratón?
- No es un ratón, es un hámster, se llama Mike. Y sí que hablo con él, porque me entiende y somos amigos.
- ¿Y él te contesta? Eres muy raro – dijo otro compañero, lo que despertó las risas del resto de la clase. Yo agaché la cabeza.
- ¿Me puedo sentar ya señorita?
- Sí, Billy, vuelve a tu sitio. Y los demás, parad de reíros.

El resto de las horas de clases hasta el recreo me las pasé callado, ni siquiera me atrevía a mirar a Mike, me daba vergüenza que todos mis compañeros se hubieran reído de nosotros, no quería que me viera así, tan dolido, sin embargó entendió mi dolor y se arrimó con su bola hacia mí y me dio golpecitos, hasta que lo cogí en mis brazos. Llegó la hora del recreo, cogí mi bocadillo y salí junto a Mike. Nos colocamos en un rincón del patio, solos, mientras comíamos. A lo lejos vi que se acercaban tres compañeros de clase. Decidí no prestarles atención. A mi lado ya, se agacharon y cogieron a Mike.

- ¿Qué tal con tu amiguito Billy? ¿Cómo dijiste que se llamaba?
- Mike
- Hola Mike, pareces demasiado guay, no sé qué haces con éste chaval, que no tiene ni amigos. Deberías venirte con nosotros.
- Dejadle en paz, no quiere estar con vosotros – dije yo, y me levanté a cogerlo, pero me lo apartaron y no pude agarrarlo. – Devolvédmelo, es mío.
- Pero yo creo que no quiere estar contigo – dijo uno de los chicos, y abrió la bola y sacó a Mike – Míralo, yo le gusto más, ¿a que sí Miles?
- ¡Su nombre es Mike, no Miles! ¡Dádmelo!
- ¿Sabes Roger? Creo que el ratoncito quiere correr en libertad, suéltalo por el patio.

El tal Roger soltó a Mike por el patio y empezaron a perseguirlo. Mike, asustado, comenzó a correr por el patio, esquivando a los demás chicos que jugaban por allí. Yo corría detrás de todos para coger a Mike, tenía miedo de que algo le pasara. De repente, tal como yo había temido, un chico de uno de los cursos más avanzados pisó a Mike. Se escuchó un chillido, el chillido de Mike, su grito de dolor. Corrí rápido hacia su lado, lo cogí y lo miré. Sangraba por todas partes, apenas podía respirar. Lo acaricié y lo llevé lo más deprisa que pude a la enfermería del colegio. Cuando llegué lo dejé sobre la mesa de la enfermera, que lo miró asqueada y pegó un grito, estaba asustada, para ella era tan sólo un ratón, y no mi amigo. No hizo nada por él, Mike murió en aquella mesa, y a ella le dio igual. Lo cogí entre mis manos y, mirándolo, me arrodillé y empecé a llorar. La enfermera se agachó a mi lado y me puso la mano en el hombro, en señal de que lo sentía mucho. Yo me aparté de ella, no quería estar a su lado. Salí de la enfermería y me escondí en el baño. Estuve allí largo rato, llorando. Entraron los chicos que me habían quitado a Mike y por cuya culpa ahora estaba muerto, acompañados de la profesora, para pedirme perdón, pero yo no quería aceptar sus disculpas, sabía que sólo lo decían porque les habían obligado. Yo no quería que nadie se compareciera de mí.

Llamaron a mi madre para que me viniera a recoger al colegio. Yo esperé en la puerta hasta que llegó. Tenía a Mike metido en una pequeña caja que me había dado la profesora. Cuando vi a mi madre salir del coche me abalancé hacia ella, que me cogió en brazos y me abrazó mientras yo lloraba en su hombro. Nada de lo que dijera podría consolarme, y eso ella lo sabía, siempre habíamos estado muy unidos, y por eso ella sabía que no tenía que decir nada. Tan sólo su abrazo lograría calmar un poco mis lágrimas. Me metió dentro del coche y nos fuimos para casa. Me encerré en mi habitación y seguí llorando, con Mike a mi lado… lo que aún quedaba de él. Al cabo de unas horas mi madre pasó. Se sentó junto a mí y me acarició el pelo.

- Venga Billy, no llores más, a Mike no le gustaría verte así de triste.
- Pero está muerto mamá
- Lo sé cariño, pero él no querría que tú estuvieras tan triste, le gustaría que siguieras adelante con tu vida, y le recordaras no por su muerte, sino por lo bien que lo habéis pasado juntos. ¿Por qué no piensas en un bonito entierro y lo enterramos cuando venga papá de trabajar? Podrás decir unas palabras para él si quieres, sabes que las oirá. Tal vez no esté ya más aquí, pero siempre estará en tu corazón, haz que él lo sepa.

- Vale…

Pasé la tarde pensando en qué podía decirle… había sido mi mejor amigo en toda mi vida, y nunca le había dicho lo que le quería. Y ahora ya no estaba, ya no estaría nunca más. Yo sabía que él sabía que le quería, y que había sido feliz el poco tiempo que vivió. Jamás me culparía de su muerte, tanto él como yo sabíamos quiénes habían sido los culpables, y eso no quedaría así.

Por la noche celebramos el entierro de Mike. Fue muy triste, mis padres estaban tristes, y yo disimulaba para no parecerlo, pero por dentro estaba roto. Me había dolido tanto su muerte… No quería estar mal, no quería por él, quería que viera que podía seguir adelante. Tan sólo tenía cuatro años, pero ya entonces logré madurar y me tomé su muerte como alguien mucho mayor, o eso es lo que me dijo mi padre, que era bastante valiente y que había demostrado mucha madurez al enfrentarme tan bien a la muerte de alguien al que apreciaba tanto. Cuando me fui a dormir mi madre me dijo que al día siguiente me podía quedar en casa si no me sentía con fuerzas para ir a clase, pero no quería quedarme ahí encerrado, quería volver a clase, quería ver a aquellos que me habían hecho tanto daño y que les importó tan poco. Para mí Mike no era tan sólo un “ratón”, como ellos decían, sino que Mike había sido el mejor de los amigos que yo tendría a lo largo de toda mi vida, diría que el único amigo de verdad que tuve. ¿Pensaban acaso que iba a sufrir tan sólo por dentro? Me hicieron daño, mucho daño, y eso no estaba bien.

Llegué a clase y miré desde mi silla a los chicos que me habían tratado tan mal. Ellos no se atrevían a dirigir sus miradas hacia mis ojos. Se les notaba que estaban arrepentidos, o eso era lo que le habían obligado a aparentar. Niños pequeños, pero bastante crueles. No sé qué les llevó a hacer aquello, pero desde luego no iba a ser una anécdota más que queda en eso, una anécdota. Toda la noche estuve pensando en qué decirles a esos chicos, pero no logré pensar en algo que de verdad me dejara tranquilo. No quería hacerles daño, pero tampoco quería quedarme callado sin hacer nada para defenderme, sino serían así conmigo el resto de mi vida, y no quería sufrir más. Pero… ¿qué les digo? No sabía qué hacer, jamás me había tenido que enfrentar a algo así, no sabía qué se dice en esos casos para que sepan que me han hecho daño y que no iba a permitir que volviera a pasar. Al fin, a la hora del recreo, me animé a hablar con ellos.

- Chicos…
- Oye Billy, sentimos mucho lo de Mike… no era nuestra intención que eso pasara, nada más queríamos divertirnos un poco…
- ¿Y por qué la tomasteis con él? No os hizo nada.
- Ya… no sé… es que confiesa que es raro que tengas como amigo un ratón… eso no se ve todos los días.
- ¡Era un hámster! ¿Y qué si era mi amigo? Yo no hago daño a vuestros amigos para reírme.
- Bueno, ya dijimos que lo sentimos, ¿qué más quieres?
- Pues que lo sintáis de verdad.
- ¿Qué quieres decir con que lo sintamos de verdad? No vamos a llorar si es a lo que te refieres, eso solo lo hacen los niños pequeños y mimados.
- Bueno, que sepáis que yo no acepto vuestras disculpas. Adios – dije, y me marché a mi rincón de siempre a comerme mi bocadillo.

Los minutos pasaban y yo intentaba distraerme con algo y no pensar en Mike. Lo echaba tanto de menos… Su muerte no podía quedar así, no les importaba nada el daño que me habían hecho. Mientras pensaba en cómo estaría Mike donde fuera que estuviese, dibujaba en la arena del patio con un palo. Entonces vi un saltamontes que se paró a mi lado. No se movía apenas, parecía que yo no le daba miedo. Era extraño, la mayoría de los insectos huyen de los humanos, mientras que éste estaba allí parado, mirando a ninguna parte. De pronto divisé una hilera de hormigas que se dirigían con comida hacia su hormiguero. Trabajaban todas en grupo para conseguir comida, no se peleaban unas con otras.

Volvimos del recreo y nos sentamos cada uno en nuestros sitios. Hubo un momento que la profesora nos dejó dormir, siempre dormíamos media hora, era normal en todos los colegios que a los niños pequeños se les dejara dormir un rato. Yo no tenía sueño, pero fingí estar dormido. La profesora salió un momento, no sé a qué, pero también lo hacía siempre, cuando todos dormían ella se marchaba durante unos veinte minutos. No tardó mucho en volver, yo continuaba fingiendo estar dormido, no quería que me regañara ni que supiera que estaba despierto. Al poco tiempo nos despertó a todos y nos dijo que ya podíamos irnos preparando para salir, que era la hora de marcharnos a casa a comer. Observé a los chicos que mataron a Mike. Cogieron sus mochilas y se las colgaron a la espalda. De pronto empezaron a moverse, se pegaban por todo el cuerpo, como si tuvieran algo que les picara o les hiciera cosquillas. Se retorcían por el suelo. Muchas hormigas comenzaron a salir por donde ellos estaban. Las hormigas les invadían, les subían por el cuerpo, les picaban. La profesora nos dio permiso para ir saliendo, pero ellos seguían en el suelo, dando vueltas. Los demás niños salieron, y yo también. Vi a mi madre y corrí hacia ella, que me cogió de la mano después de darme un beso.

- Veo que estás feliz, parece que has superado un poco lo de Mike – me dijo mientras nos dirigíamos hacia el coche.
- Sí, bueno. Es que comprendí que yo podía estar mal, pero que a las personas que son malas les pasan cosas malas mamá.

El resto del camino de vuelta a casa recuerdo haberlo pasado sonriendo. Jamás nadie sospecharía que yo llené sus mochilas de hormigas, nadie me vio hacerlo. Sabía que había estado mal, pero nadie me dijo nada, ni tan siquiera pensaron en que alguien lo había hecho. No sé por qué, pero no tenía remordimientos por lo que había hecho, incluso me sentía bien por haberme vengado de aquellos chicos.

Sí, creo que aquel fue el comienzo de todo el resto de mi vida, aquellos deseos de hacer justo lo que era justo, de que a los malos lo malo y a los buenos lo bueno. Esa sensación de que reina la justicia y nadie te lo impide. Siempre me ha gustado ese sentimiento.