lunes, 12 de mayo de 2008

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 2


Volvía de clase en bicicleta. Era un caluroso día de mayo, yo tenía 7 años. En el camino paré en la panadería, como llevaba haciendo cada día desde hacía 3 meses, para comprar el pan que comeríamos con la comida. Recuerdo que me encantaba ir a clase en bici, me hacía sentir importante, ya que a todos los niños les llevaban sus padres en coche o iban andando. Además llevaba una bicicleta que era la envidia de todos los del colegio, era un modelo que aún no había salido al mercado, mi padre la consiguió porque tenía un amigo que trabajaba en su diseño, y se la dio para mí. El primer día que la llevé al colegio todos me miraban, varios chicos se acercaron a mí a preguntarme dónde podían conseguir una igual, a lo que yo contestaba muy orgulloso “es exclusiva, sólo la tengo yo, aún no salió a la venta”.

Al comienzo del sendero que conducía hasta mi casa, encontré una lagartija. Estaba encima de una piedra, quieta, para que yo no la viera. Frené la bici y bajé. Me aproximé hacia la piedra y con un gesto rápido agarré a la lagartija. Saqué de la mochila del colegio el escuche y la guardé allí, para que no se escapara. Monté en la bici y seguí hasta mi casa. Aparqué la bici en la entrada y subí a mi habitación a dejar la mochila. Me lavé las manos y comí junto a mi madre, ya que mi padre solía volver más tarde de trabajar. La relación con mi padre se había vuelto más distante desde hacía un tiempo. Le habían ascendido en el trabajo y ya no pasaba tanto tiempo en casa, ni siquiera se molestaba en preguntarme qué tal me había ido en el colegio cada día. Debido a eso mi madre y yo hablábamos mucho más, ella siempre estaba ahí, me preguntaba por las clases, mis supuestos amigos, me ayudaba con los deberes y veíamos películas juntos. Mi madre pasó a ser una gran amiga y un gran apoyo para mí.

Terminada la comida, ayudé a mi madre con los platos y, cuando ella subió a dormir un rato, yo me fui a mi habitación. Encima de la cama estaba la mochila del colegio. Saqué de ella el estuche, donde había guardado la lagartija, y la cogí. La agarraba fuertemente con mis manos, para que no escapara. Con paciencia puse su cola sobre la vía del tren que aún conservaba. Accioné el tren y éste comenzó a desplazarse por los raíles. Al llegar donde la cola de la lagartija, la cortó. Se movía de lado a lado, la lagartija se retorcía de dolor en mis manos, pero yo la sujetaba con fuerza, para que no escapara. La cola, al cabo de un rato, dejó de moverse. Ésta duró más tiempo que la de la anterior lagartija, incluso siendo como era mucho más pequeña. Me acerqué hacia el escritorio y del cajón saqué una bolsa de plástico. Metí en ella a la lagartija, y la cerré de tal forma que no entrara aire. Se movía buscando una salida, pero no la encontraba por más que mirara. Entonces empezó a chillar, se retorcía del dolor, no tenía aire que respirar. Sufría espasmos mientras moría. Yo, sin embargo, reía al ver su dolor. Entonces decidí abrir un poco la bolsa, para que le entrara aire. El dolor de la lagartija pareció disminuir por unos instantes, tanto que intentó salir de allí, pero no lo logró, cerré la bolsa de nuevo, y al poco tiempo volvía a chillar y retorcerse. Me encantaba sentir que tenía su vida en mis manos. Era un ser tan pequeño, tan insignificante… no había hecho nada, pero el destino había querido que me cruzara en su camino, y ahora su vida dependía de lo que yo me quisiera divertir. Ese sentimiento de poder invadía mi cuerpo cada vez más, me sentía increíblemente bien. Reía cada vez más mientras miraba cómo esa pequeña lagartija se moría asfixiada. La primera con la que hice aquello chillaba mucho más alto, o eso era lo que a mí me parecía, tal vez porque jamás había tenido el sufrimiento de alguien en mis manos. Las que continuaron a aquella ya ni me daban pena, era tan poderoso ese sentimiento de que pasara sólo lo que yo dijera… Podía dar la vida o la muerte, y sin tener a nadie que me juzgara a mí. Podía respirar el placer. Jamás podría sentir nadie ese sentimiento, tan fuerte, tan vivo dentro de mí. Al principio era sólo un cosquilleo que sentía por donde el estómago, pero más tarde fue haciéndose más y más grande, como si creciera en mí una bestia a la que no podía controlar. Empecé matando hormigas, moscas, cucarachas… y ahora lagartijas. Nadie me decía nada, nadie sabía nada, y mi sentimiento crecía más y más. No me conformaba sólo con matarlas, sino que tenía que ver cómo sufrían, cómo iban muriendo poco a poco. Eso me enseñó a ver cómo es la muerte en realidad, a tratarla… a saber cómo es el verdadero dolor, el dolor físico. Yo entonces pensaba que era el dolor más fuerte, más tarde descubrí que el dolor más fuerte es el del corazón, es la parte del cuerpo que más duele.

La voz de mi madre llegó desde el otro lado del pasillo, salí de mi habitación, tirando a la basura la lagartija muerta, y entré a ver qué quería. Me hizo sentarme a su lado. Su cara no era la que estaba acostumbrado a ver, sino que estaba diferente, se notaba que estaba muy cansada. Con miedo la cogí de la mano, sabía que fuera lo que fuera lo que me iba a decir, no era nada bueno.

- Billy, cariño, he de decir te algo. Sé que eres aún pequeño, pero también sé que eres ya un hombrecito y que entenderás lo que pasa. No puedo ocultarte más tiempo lo que me está pasando, no sería justo para nadie. Hace cinco meses me diagnosticaron cáncer de pulmón. Comencé a seguir un tratamiento que me mandó el médico, pero mi estado agravó aún más, en parte debido al humo del tabaco, por eso papá dejó de fumar, porque yo ya apenas podía seguir en casa y respirar bien. Me mandaron un tratamiento mucho más agresivo, y en teoría más fuerte, pero que no ha hecho tampoco nada. Ya no se puede hacer más por mí, Billy, no me queda mucho tiempo, y tampoco así lo quiero.
- ¿Por qué no quieres vivir más mamá? – le pregunté, ya que no lograba entender por qué alguien querría terminar con su vida de esa forma
- Porque no es fácil cariño. No vivo bien, apenas puedo respirar y cada día tengo más dolores. Sufro mucho, me duele estar sentada, depie, tumbada… Papá me tiene que ayudar a vestirme porque ya no me quedan fuerzas para hacerlo yo sola… Has de hacerte a la idea de que pronto tendrás que seguir sin mí.
- Pero yo no quiero, se tiene que poder hacer algo, hay muchas medicinas, tómate mi jarabe para la tos, a mí me funciona.
- No consiste en eso cariño, si fuera tan sencillo créeme que estaría mucho mejor. Pero hay veces que la vida se te acaba más pronto que tarde, y es inevitable. Tú sabes que yo te quiero mucho, y sólo dios sabe lo que yo he luchado cada día por estar mejor, por recuperarme. Me he cansado de luchar, así que, bueno… supongo que esta vez me tocaba a mí acabar aquí mi camino. No quiero que pienses que no te queremos, o que todo lo que quieres lo acabas perdiendo. Al contrario, has de ser fuerte, luchar por conservar y proteger todo aquello que quieres. Prométeme que vas a ser fuerte, y que te acordarás de mí todos los días de tu vida.
- Lo… lo… lo prometo – dije yo, aguantando ya las lágrimas tanto como podía – pero no me dejes solo mamá, por favor.

Mi madre comenzó a llorar. Era la primera vez que veía llorar de verdad a mi madre. Recuerdo aquella primera lágrima como si hubiera sido hace cinco minutos. Me dolió a mí más que a ella. ¿Cómo podía estar pasándole eso? Ella no podía morir, era mi madre, se suponía que iba a estar conmigo siempre. Y lo peor no era que ya no fuera a vivir más, sino que estaba sufriendo, pero ella no había chillado como esas lagartijas. Comprendí entonces que mi madre era la persona más valiente que yo había conocido jamás, era capaz de aguantar el mayor de los sufrimientos sin decir una sola palabra. Y todo eso lo había hecho por mí, porque me quería. Yo jamás había hecho nada por ella. ¿Era acaso un mal hijo?

Aquella noche no dormí nada, me pareció que las horas eran eternas. Durante la cena nadie dijo nada, mi padre vino cansado de trabajar y ni tan siquiera le dio un beso a mi madre, como solía hacer todos los días. Miraba el techo tumbado desde mi cama. Era imposible que no se pudiera hacer nada por ella, siempre se puede hacer algo, para eso están los médicos, para hacer todo lo posible por las personas, para curarlas y lograr que mueran de viejas. Ese médico no hizo todo lo que estaba en su mano. Dejó que mi madre muriera pudiendo hacer más por ella, al menos que no sufriera tanto como lo hizo. Recuerdo ver a mi madre llorando en la cocina, y simulando estar bien cuando hablaba conmigo. Cada día, cuando ella se iba a descansar después de comer, yo me tumbaba a su lado y la abrazaba, quería que supiera que yo estaba ahí, y que lo iba a estar siempre. Los días pasaban y mi madre cada vez estaba peor. Un día ya ni se levantó de la cama, no le quedaban fuerzas suficientes para eso. Yo pasaba con ella todo el tiempo que podía, le leía cuentos y le contaba lo que había hecho en clase. Me llegué a inventar incluso que tenía amigos, para que ella se sintiera orgullosa de mí. Quería que estuviera feliz pese a todo, también por eso sonreía siempre que estaba a su lado, y lloraba cuando ella no me miraba. Sabía que ella también lo hacía, y que sabía que yo hacía lo mismo, pero no hablábamos nunca de lo que estábamos sufriendo, intentábamos disimular y pasarlo bien, para recordar lo bueno y no lo malo. Mi padre cada vez estaba menos en casa, muchos días incluso volvía oliendo a alcohol.

Una noche llegó más tarde de lo habitual, venía del bar, no podía ni abrir la puerta de la casa. Yo estaba arriba, con mi madre, cuando él llegó. Bajé a saludarle, pero él se limitó a tocarme la cabeza y revolverme el pelo. Se fue directo a la ducha. Volví con mi madre, le di un beso, pero ella ni se inmutó. Estaba mucho más fría que de costumbre, así que me tumbé sobre su pecho, a escuchar el latido de su corazón, como me gustaba hacer desde que tengo conciencia, pero no oí nada. Era como si su corazón no funcionara, como si mi madre ya no estuviera allí. Empecé a llamarla, pero no me respondía, no se movía. Asustado me dirigí hacia el baño, para avisar a mi padre. Abrí la puerta y me lo encontré dormido en la bañera. Me acerqué a él y lo zarandeé hasta que me miró. Yo estaba llorando, le expliqué como pude que mamá no me respondía, que no escuchaba su corazón. Él se levantó a trompicones de la bañera, sin secarse ni nada corrió hacia la habitación. Cogió a mi madre en brazos bajó las escaleras. Yo corría detrás de él, no sabía dónde íbamos. Entró en el coche y colocó a mi madre en el asiento de detrás. Yo le tendí unos pantalones que le había cogido, se los puso, y subió en el coche. Yo monté a su lado, me puse el cinturón, y arrancó el coche. Conducía intentando enfocar qué era lo que estaba viendo. Iba demasiado borracho para ver nada. Yo le gritaba que parara, que llamara un taxi o una ambulancia, pero él no parecía oírme. Cada vez conducía peor, íbamos de lado a lado, yo lloraba, gritaba, pero él no me hacía caso. Entró en dirección contraria en una carretera, le dije que se quitara de ahí, que nos íbamos a estrellar, pero todo seguía igual. De repente comencé a ver las luces de los faros de los coches que venían en contra nuestra, mi padre dio un volantazo y acabamos contra un árbol.

El funeral de mi madre no fue ni bonito. Mi padre no habló conmigo desde el accidente, yo llevaba un brazo roto y la cara llena de heridas. No vino nadie que yo conociera, y nadie lloraba. Yo lloré mucho, ¿por qué nadie lloraba? ¿Acaso no les importaba su muerte? El entierro de Mike fue mucho más bonito, vino menos gente, pero todos demostramos respeto. Mi padre fue al funeral de mi madre totalmente borracho, ni se levantó de la silla en toda la ceremonia. La gente decía que se le notaba deprimido, pero yo sabía que estaba borracho, y se sentía culpable por lo que había pasado. Yo le creía culpable. Si hubiera llamado a una ambulancia la habrían salvado, hubieran llegado lo suficientemente pronto como para curarla, pero no, quiso conducir borracho hacia el hospital. No hizo nada por salvarla, ¿era eso todo lo que la quería? Los días antes de su muerte tan sólo aparecía por casa para ducharse y dormir, nunca venía a cuidarla, de todo me tuve que encargar yo. Y ahora todo el mundo le compadecía, él era otra víctima más… No sé si mis padres se empezaron a distanciar antes de saber lo de que mi madre estaba enferma o ya sabiéndolo, pero yo sé que mi padre dejaba de prestarnos atención para preocuparse más por su trabajo, después por la bebida,… Gran parte del dinero que ganaba iba destinado a la educación de las hijas del dueño del bar. Para nosotros había sólo lo justo para no morir de hambre. ¿Por qué? Yo creo que no pudo con todo y se rindió. Mi madre no lo merecía, ella luchó durante mucho tiempo y él, sin embargo, pasó de todo.

Aquel día del entierro recuerdo que llovió, llegué a casa empapado, así que me quité la ropa y me metí en la bañera. Decidí tomármelo con calma, no quería ver a mi padre en un rato, no podía estar junto a él sabiendo que mi madre podría estar viva y no lo estaba. Escuché cómo mi padre, en la planta de abajo, preparaba algo de cenar. Seguramente sería algo de pasta, parecía que era lo único que él sabía hacer de comida. Mientras me bañaba miraba las burbujas que el jabón hacía sobre el agua… Tan ligeras como para no hundirse hasta el fondo. Intentaba atraparlas, pero siempre se escabullían entre mis dedos. Aunque intentara moldearlas para que tuvieran una forma, no podía, ya que resbalaban unas sobre otras, era imposible. Yo, por un momento, me quedé tan sólo escuchando el silencio. En casa nunca había silencio hasta aquel día, mi madre solía tener siempre música puesta, y a mí me gustaba, el silencio me hacía parecer solo en el mundo, lo odiaba. Comencé a tararear una canción que siempre me cantaba mi madre cuando tenía pesadillas, la inventó ella especialmente para mí, me gustaba que la cantara, muchas veces incluso, la cantábamos juntos. Siempre recordaría aquella canción. Tarareando pasé el resto del baño, hasta que me salí de la bañera y me puse el pijama. El espejo de encima del lavabo estaba totalmente empañado. Alcancé el pequeño taburete blanco de plástico que teníamos en un rincón y que yo usaba para poder verme en el espejo, y lo arrimé el lavabo. Me subí encima de él y me miré. Caían algunas gotas justo por donde yo me reflejaba, mi cara se veía desfigurada, fea. Después parecía que llorara, pero descubrí que de verdad estaba llorando. Pasé la mano por el espejo para limpiarlo y me peiné. Me lavé la cara, no quería que mi padre me viera llorando, siempre decía que llorar era de débiles, aunque yo no opinaba eso, mamá me dijo muchas veces que llorar era lo más valiente que podía hacer nunca un hombre. Escuché la voz de mi padre que me llamaba para cenar. Salí del baño tomándome mi tiempo, no tenía mucha hambre ni ganas de comer nada. El pasillo estaba totalmente a oscuras, y la planta de abajo parecía estar igual. Busqué a tientas el interruptor y encendí la luz. Bajé lentamente cada uno de los escalones que separaban ambos pisos de la casa. Al llegar abajo dudé entre dejar encendida la luz o apagarla, pero decidí dejarla así, por lo menos daba la impresión de que en aquella casa vivía alguien. Me acerqué a la cocina, donde me esperaba mi padre sentado a la mesa. Ya había empezado a cenar. Me senté sin hacer apenas ruido y comencé a remover la cena de un lado a otro del plato, no quería comer. Lo único que hacía era marear la comida aún más. Mi padre se dio cuenta de aquello y me instó a comer, pero no le hice caso. Siguió comiendo, no me miraba, únicamente levantaba la cabeza del plato para mirar el mío, a ver si había comido algo, pero yo no quería comer nada. Cuando terminó su plato continuó sentado sin moverse, se dedicaba a mirar cómo movía la comida de un lado a otro de mi plato. De repente se levantó, cogió mi plato y me lo arrimó a la cara.

- ¿Te vas a comer esto?
- No
- Pues vete a la cama, en mi casa no se está con tonterías.

Acto seguido arrojó mi plato al suelo y me dio una bofetada en la cara. Yo lo miré con orgullo, me había dolido, pero no quería que él supiera que me había hecho daño, así que me mordí el labio para no llorar. Me levanté de la silla y me fui a mi habitación, dejándolo a él en la cocina, solo, con la mano aún levantada. Me tiré encima de la cama y empecé a llorar. No sabía por qué lloraba, si era por la bofetada, por lo que representaba aquella bofetada, o aún por mi madre, únicamente lloraba y lloraba, me dolía todo. Mi propio padre me había pegado. Jamás me había levantado la mano y, sin hacer nada, me pegó. ¿Sería él quien lo hizo o sería el alcohol? Ya ni pensaba en eso, únicamente pensaba en la rabia que tenía dentro de mí. Aquel hombre no era mi padre. Mi padre siempre había sido bueno conmigo, jugábamos juntos y nos reíamos mucho. ¿Qué le transformó en aquella persona? Pasé horas llorando sobre mi almohada. Cuando ya no podía llorar más, alcé la vista. Era bastante tarde. Tenía hambre y decidí bajar a por algo de comer. Quise pasar inadvertido, así que no encendí la luz, bajé a oscuras procurando hacer el mínimo ruido posible. Conforme iba llegando abajo pude ver cómo había luz aún en la cocina, supuse que mi padre seguía allí, que no había abandonado aquel lugar en todo el rato en el que yo estuve en mi habitación. Me aproximé a la cocina y me asomé a ver qué hacía. Me encontré a mi padre totalmente borracho, sujetando aún la botella con la mano, pero casi inconsciente encima de la mesa. En el suelo aún estaba el plato roto con la comida repartida por la mitad de la cocina. La salsa de tomate se había resecado y ahora estaba pegajoso al pisar. Pasé casi sin mirarle hasta la nevera, cogí un poco de leche, alcancé de un armario unas galletas, y me dispuse a salir de la cocina, cuando mi padre me dijo que no me fuera, que le dolía la cabeza, que le diera por favor algo para que se le pasara. Dudé un poco si hacer lo que me había dicho o no, pero finalmente dejé el vaso con la leche y las galletas sobre la mesa y subí hasta el baño, donde guardábamos los medicamentos. Busqué algo que le pudiera servir, pero no sabía para qué servían todas esas medicinas. Había bastantes botes con pastillas, la mayoría de mi madre, de cuando aún vivía y se tomaba todo aquello para poder vivir. Por un momento dejé de buscar algo para mi padre y me puse a observar con atención la cantidad enorme de botes que teníamos allí. Todo aquello lo tenía que tomar mi madre para sufrir menos o incluso intentar curarse de algo que ya sabía que la mataría. Eran muchos botes, cada uno diferente… era imposible que nadie supiera para qué servían todas aquellas pastillas, y era también imposible que alguien recordara en qué preciso instante del día había de tomarlas. Llevaba un esfuerzo enorme recordarlo todo, mi madre había luchado más de lo que yo pensaba, se había estado medicando durante mucho tiempo para luchar contra algo que la estaba matando, y que al final no sirvió para nada. ¿Para qué tanto esfuerzo entonces? Pasé la mano por cada uno de los botes, acariciarlos era como acariciar cada una de las horas, de los días, que mi madre había estado enferma, sufriendo. Pero ya no estaba, ya no iba a estar nunca más. Tenía que concienciarme que jamás la iba a ver en la cocina cuando volviera del colegio, no iba a sentir más sus besos, no podría abrazarla nunca por última vez sabiendo que iba a ser la última. No había tenido ni tiempo para despedirme de ella, todo acabó en un parpadeo. En un momento estaba viva… y al siguiente ya no respondía cuando la llamaba… ¿Cómo podría nadie superar aquello? Yo luché con ella cada día desde que supe lo que le pasaba, pero luchábamos solamente nosotros dos, nadie pasó siquiera a mostrarnos su apoyo. Los dos sabíamos que llegaría el día en que ella muriera, pero no nos habíamos preparado para saber cómo vivir sin ella a mi lado. No sabía hacer nada, tan sólo tenía 7 años, no era justo que de la noche a la mañana tuviera que encargarme de mí mismo, incluso encargarme de mi padre. Miré al espejo, me veía borroso, pero se debía a las lágrimas que se acumulaban en mis ojos al pensar en mi madre. Cogí un bote de pastillas y volví abajo, a la cocina. Mi padre levantó la cabeza y me miró. Nos miramos a los ojos durante un instante en el que sentí pena por él. Extendí el brazo hacia mi padre, tendiéndole el bote lleno de pastillas a la mitad. Lo cogió al segundo intento y probó a abrirlo, pero no pudo, así que me pidió que se lo abriera y le diera una pastilla. “No papá, una no te hará efecto, has de tomar todas las que quedan” le dije, y le metí el resto de las pastillas en la boca. Me quedé mirándole mientras las intentaba tragar, las masticaba y las mezclaba con el alcohol que aún quedaba en la botella que agarraba con fuerza. Sentía cómo la rabia se apoderaba de mi cuerpo, empecé a reír, y mi padre me miraba sin saber por qué reía. Me quitó el bote de la mano como pudo, y lo sostuvo en la mano que aún le quedaba libre. Miró el bote, pero no parecía reconocer de qué pastillas se trataba. No tardó mucho tiempo en llevarse las manos al estómago, hasta que cayó al suelo, con la botella en una mano y el bote vacío en la otra. Comenzó a gritar, le dolía mucho, se tiró lo poco que ya quedaba en la botella encima, apestaba alcohol antes incluso de que aquello pasara. Con ambos brazos presionando sobre su estómago me buscó con la mirada. Yo le miraba, y él me pedía ayuda, “llama a una ambulancia Billy, me encuentro muy mal… por favor Billy…”, pero yo únicamente le miraba, miraba cómo se retorcía de dolor, como aquellas lagartijas a las que me gustaba torturar. Por mi cabeza pasó aquella canción que mi madre me solía cantar, la misma que recordé durante mi baño, y me puse a tararearla, me pareció una buena banda sonora para aquel momento, tan doloroso para unos y tan satisfactorio para otros. Ya no oía los gritos de mi padre, tan sólo podía escuchar aquella canción sonando dentro de mi cabeza. Al igual que con las lagartijas, su vida ahora dependía de si yo quería volver a abrir la bolsa o dejarla cerrada para siempre.

El médico salió a hablar conmigo. Yo estaba sentado junto a un agente de policía, el primero que había llegado a casa después de que yo llamara, ya cuando mi padre no respondía al dolor. Comía un helado mientras él me decía que no me preocupara, que mi padre se pondría bien, que únicamente había tomado unas pastillas que le habían sentado mal. Yo fingía estar asustado, pero en verdad estaba rabioso y aliviado a la vez. Podía saborear tranquilidad con cada mordisco de mi helado. Me levanté de la silla y el policía me cogió de la mano. El médico se acuclilló delante de mí y me comunicó que mi padre había muerto, que le hicieron un lavado de estómago, pero que ya era demasiado tarde. Entonces supe que aquel era el momento en el que debía bajar la cabeza y abrazar al agente que me acompañaba, así que dejé caer mi helado y lo hice. El hombre me cogió en brazos y dejó que le llorara en el hombro.

Volví a mi casa tan sólo un día, el que sería el último día que pasaría por allí, el último día antes de ir por el resto de mi adolescencia a un orfanato a esperar que alguna familia se apiadara de aquel pobre niño al que su madre se le murió muy enferma y su padre se suicidó al poco de la muerte de su esposa, poniendo fin a una depresión que acarreaba desde hacía ya meses.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Me encanta!!! Quiero mas!! Bueno, a un capitulo por dia no vas mal! Pero no lo dejes!

Anónimo dijo...

Joer pobres padres! xD
Bueno como ya te dije, me gusta mucho, sigue escribiendo a este ritmo!
a ver si llegas a best seller, yo mientras te hago publi en mi flog! ;)

Anónimo dijo...

Sigo pensando que escribes muy bien,pero deberías cuidar un poco la transición entre unas situaciones y otras.De repente,el niño amigo de su hámster se dedica a torturar animalitos.El padre,de ser una buena persona,a ser un borracho y un malvado.Es un poco surrealista que mande a un niño de 7 años que le traiga algo para el dolor,y más aún que le deje meterle en la boca casi un bote entero.Pese a ello,sigo pensando que escribes de maravilla y que la historia es muy atrayente.Lo más importante es que se lee con mucha facilidad,lo cual es una muy buena señal.Me gusta mucho tu estilo,seco y directo,sin florituras ni demasiadas oraciones subordinadas.
Podría subtitularse "La forja de un escritor"jaja.
Carlos.

Anónimo dijo...

Que le pasa a ese niño??? Dios q miedo ya no se si quiero tener hijos, pero la verdad es q quiero saber más, quiero saber que pasara con eses pequeño ser tan vengativo.

Anónimo dijo...

qué cosa mala de niño...

más más más!!!

bsos

Anónimo dijo...

Vaya con el niño....

Bueno ahora nos toca esperar ;)

Anónimo dijo...

estoy enganchada....
quiero saber que apsa con el niño en el orfanato....

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho!!!

Y a mi el niño no me parece tan malo!!!


Besos

MMDD